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Asociación de Vecinos Manuel de Falla - La Laguna / Avda. Juan Carlos I s/n (esq. C/ Velázquez) - 11010 Cádiz - Tflno.: 956 200 146

 
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Cosas del barrio - Boletin informativo nº 2 Especial 25 Aniversario

Índice del artículo


D. José L. Alba que escribió varios artículos para los boletines informativos de esta Asociación y uno de ellos es el siguiente: 

El artículo de Adolfo Vila, publicado en la revista de la Revista de la Asociación de Vecinos del barrio de Loreto, en el que se hace una breve, pero estupenda historia de esa barriada, me ha animado a hacer una pequeña crónica del barrio de La Laguna, a lo largo de sus escasos años de existencia. Más que un relato riguroso, se trata de unas pinceladas de recuerdos.

Hace algunos años, La Laguna era tan sólo una verdadera laguna; pequeño Doñana de juncos y eucaliptos, con una modesta fauna de gaviotas, ratas y gatos vagabundos; coto de caza dominguero para golfillos que imaginaban aventuras africanas a lo Tarzán de los Monos; caserío disperso, cuyo silencio tan sólo era roto por los ladridos de algún perro o el ruido del tren a su paso. En invierno La Laguna era fangosa y triste; pero al llegar el verano se alegraba con la brisa y las voces que llegaban de la playa cercana. En el silencio de la noche y después de que se “encendieran los grillos”-como diría Lorca-, desde la terraza del Hotel Playa llegaba la voz gangosa y tierna de Machín cantando “Angelitos Negros”.

Aquella Laguna empezó a despertar en los años cincuenta, cuando la gente descubrió que podía ir a la playa sin esperar a que la Virgen del Carmen bendijese el mar el quince de julio y, que darse más de veinte baños no era perjudicial para la salud, ni en el caso de no haberse purgado previamente con aceite de ricino.

Alrededor de la playa empezaron a construirse bloques de apartamentos, tratando de emular a Benidorm o Torremolinos, que eran los modelos de moda de aquel momento.

Los tambaleantes tranvías venían cargados hasta los troles de bañistas, camino de la Playa de la Victoria. Muchos, -¡oh blasfemia!- empezaron a preferir el bañador y el olor a algas, al estreno del vestido y el olor a tomillo y romero de la procesión del Hábeas.

Después se construyó el Estadio Carranza y con él llegó el Trofeo, apoteosis final que cerraba el verano y marcaba la marcha de los veraneantes. En esos días, La Laguna era una fiesta, como una romería a la que algunos acudían para ver a sus ídolos del balón (Puskas, Di Estefano, Copa, etc...) dentro del santuario, mientras otros, los más, solamente iban a ver la animación y a sentarse sobre los arquillos de la Avenida para contar con asombro la cantidad de coches que pasaban, que aunque hoy haría la felicidad del concejal Garófano, entonces nos parecía Hollywood.

Se siguió construyendo y construyendo. Las inmobiliarias hicieron su “agosto” vendiendo pisos que tenían el inconveniente de poder oirse los ronquidos de los vecinos pero la ventaja de poder colgar sendos cuadros a ambas lados de una misma pared utilizando la misma alcayata.

Se levantaron bloques y cayeron árboles, y las innumerables tapias sustituyeron a los arbustos y los geranios. El barrio se convirtió en un laberinto de obstáculos.

Los mayores se hartaron de firmar letras e hipotecas, pero los pequeños no encontraron un lugar donde jugar al sol en invierno, aunque en verano podían perderse en la playa, con la tranquilidad de que los altavoces lo comunicarían entre canción y canción del Dúo Dinámico.

Con los años setenta llegó la moda “hippy” y los Beatles, los “pubs” y el ligoteo en el Paseo Marítimo (El Cantábrico, Las Pérgolas, Isecotel, etc...). El apartamento se puso de moda y se siguió construyendo más y más. La “década prodigiosa” fue para La Laguna “la década desastrosa”.

Menos mal que con los años ochenta llegó el Alcalde Carlos Díaz y el Plan General de Ordenación Urbana, con el que se puso freno a tanto desmadre.

Se constituyó entonces la Asociación de Vecinos, compuesta por un grupo de personas con más voluntad que tiempo; pero que, presidida por un “guerrillero con barbilla de prestidigitador” llamado Arturo Prada, no desfalleció ni un momento en su lucha por mejorar el barrio. Objetivo que, poco a poco, pese a las dificultades y falta de apoyo de muchos de los vecinos, ha ido consiguiendo que las autoridades municipales miren con más atención a este rincón de la Tacita de Plata.

En este camino nos encontramos y sería de desear que continuásemos en él, construyendo, codo con codo, la historia de este barrio, que no ha hecho más que empezar.

José L. Alba
Verano del Año 1.990